Ayer por la tarde el mundo se enteró de que Robin Williams había muerto, los titulares hablaban de suicidio, de la pérdida de uno de los grandes del cine. Yo no le puse demasiada atención a la noticia, no salí corriendo a poner mis condolencias o a hacer comentarios en las redes sociales, pensé que era una pena que alguien con tanto talento se sintiera tan desesperadamente solo y no quisiera continuar con su vida. Hoy por la mañana me topé con comentarios que van desde que el suicidio es un hecho deleznable y nadie debería conmoverse porque alguien se suicidó, hasta los lamentos por la muerte del actor o los reclamos porque a la gente le duele la muerte del actor y no la situación de violencia en que vivimos y la gente que se muere acá por montones. A mí no me interesa discutir la moralidad del suicidio o los motivos que pueden llevar a un hombre a terminar con su vida. Solo sé que hoy por la mañana sentí una enorme nostalgia porque ese hombre ya no va a estar, él al que he visto toda mi vida en la pantalla, en papeles divertidos, ridículos, poéticos, serios; ese hombre cuya carrera duró poco más de lo que ha durado mi vida hasta hoy, será de ahora en adelante la certeza de su ausencia en mi mundo. Nunca lo conocí en persona, nunca me hizo falta hablarle, no sé nada de su vida personal, sé que era parte de mi imaginario, de esos momentos que nos construyen como personas cuando nos dejamos envolver por una historia, por el carisma de un personje. Sé que no lo voy a ver en una conferencia o haciendo algún nuevo chiste. Ahora es parte del pasado. Gracias por todo Robin.
…excepto mi mono y yo.