En la película la niña improvisa un poema sobre los perros de su calle. Ahí, uno por uno habla de lo que ha visto en ese microcosmos que rodea su casa, de su cotidianidad, de lo que otros no ven. Al final, sin importar si la película era buena o mala o si nos llevó a preguntarnos algo de nosotros mismos o incluso a recordar o a sentirnos un poquito identificados, tuvo éxito en recordar las posibilidades de la poesía.
Los poetas siempre terminamos hablando de lo de adentro con el pretexto de lo de afuera. Nos preguntamos por qué pusimos una sola rodaja de pan en el tostador cuando caben dos o nos dedicamos a hablar del tipo que amaneció tirado en la banqueta de enfrente y nos dejó la duda de si estaba vivo o muerto, pero preferimos no decir por qué no nos quedamos a averiguarlo.
Los poetas siempre hablamos del miedo sin llamarlo por su nombre y nos detenemos en el sonido de las palabras, porque deben sonar exactamente como el miedo suena en nuestra cabeza. La poesía, a fin de cuentas, no es más que la posibilidad del mundo desde donde lo vemos.