Todo el que haya leído un libro ya tuvo lo oportunidad de toparse con un libro malo y la mejor forma de saberlo es si recuerda algo de esa lectura o no. Hablo de esos libros que son incapaces de conmovernos, de decirnos algo que se nos quede pegado en las ideas, de hacernos sentir aunque sea el enojo por estar peleándonos con sus páginas.
De todos los libros que he leído hay dos que catalogo como malos. Uno es “El corazón de piedra verde“, de Salvador de Madariaga y el otro es “El mercader de café”, de David Liss. Ambos son novelas históricas y que yo diga que son malos solo me sirve como contrapeso de otros libros que me parecen muy buenos. En ambos casos considero que los autores los escribieron con cierto desprecio hacia sus propios personajes y la historia que están contando. Madariaga lo hace de forma condescendiente al describir ciertas actitudes y Liss lo hace al despreciar el producto que su protagonista vende. Si alguien me pregunta de qué tratan les puedo dar una idea general, pero lo cierto es que con el paso del tiempo me olvidé de sus tramas y de los detalles que podrían enriquecer mi memoria de la lectura. Eso es lo que creo que los hace particularmente malos.
Yo siempre he creído que para cada libro hay un tiempo. Que uno puede llegar demasiado joven a “La tregua”, de Benedetti y que la entiende mejor cuando es un poco mayor. Uno puede llegar con la cabeza muy ocupada a “Rayuela”, de Cortázar y disfrutarla más con las ideas en calma. Creo que uno debería darle segundas oportunidades a algunos libros, porque negarnos a ese segundo encuentro nos hace lectores terribles. Bueno, yo también soy del tipo que lee hasta el final del libro aunque lo esté odiando todo el camino porque creo que los libros pueden reivindicarse incluso con el último párrafo. Algo así me pasó con “Madame Bovary”, porque uno tiene que vivir el aburrimiento de la pobre mujer para entenderla.