Hay tanto por decir de Noticias del imperio, pero como su autor ya dijo bastante en las mil doscientas páginas que conforman la novela, usaré algunas palabras de María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, Princesa de la Nada y del Vacío, Soberana de la Espuma y de los Sueños, Reina de la Quimera y del Olvido, Emperatriz de la Mentira como conclusión, porque ella fue memoria viva y temblorosa, una memoria incendiada, vuelta llamas, que se alimenta y se abrasa a sí misma y se consume y vuelve a nacer y abrir las alas. Porque ella tenía alas de águila: que se robó de una bandera mexicana. Alas de ángel que le crecieron por imaginar a Maximiliano. Porque ella no era nada si no inventaba sus recuerdos. Porque Maximiliano no sería nada si no lo inventan los sueños de ella, que le dice:
“Cómo te hubiera gustado, sí, Maximiliano, que yo te abriera las piernas una y muchas veces más para satisfacer tus deseos inmundos. No lo hice, y no me envenenaste la sangre, pero bastó que te conociera, bastó que te amara alguna vez, para que envenenaras mi vida”.
Este libro es un esfuerzo enciclopedizante, del Paso quiere contarlo “todo”. En los capítulos impares tenemos a Carlota, que se volvió loca después de la muerte de Maximiliano, que pasó 60 años entre recuerdos y desvaríos, y cuyas palabras nos llegan desde la imaginación exaltada de un escritor que la convirtió en el centro de su novela. En los capítulos pares está la historia, esa que no está menos loca, pero que tomamos más en serio porque nos enseña a reírnos un poco de nosotros mismos. Ahí aparece Benito Juárez, Napoleón III y el imperio en un país que aunque ya se había independizado no era libre.
A final de cuentas, a Carlota le habían prometido un hermoso imperio, un castillo, un amante esposo y tuvo que conformarse con que él no la tocara, con las pulgas, el calor y la desilusión, con ser ella la que tomaba las decisiones y hacer que las cosas funcionaran. “De nada le servía cerrar los ojos: no por ello dejaba de ver las nubes de arena amarilla y los remolinos de zopilotes negros que los habían recibido en el puerto de Veracruz. Lloró y recordó, la mirada en la peluquera de plata que destellaba con el reflejo de los cohetes. De nada tampoco le servía taparse los oídos: se sabía condenada a escuchar toda la noche el ruido espantoso de los cohetes y petardos con los que el pueblo mexicano celebraba, en la Plaza Mayor, el advenimiento de sus soberanos. Lloró y recordó. Se rascó también, se rascó hasta sangrarse, pero lo único que logró fue desparramar la ponzoña ácida bajo su piel: tenía ronchas en los muslos, en las corvas, en los brazos, en los empeines. Algo estaba saliendo mal, muy mal. Al principio, y unas horas antes de que se vislumbrara en el horizonte el cono nevado del Pico de Orizaba, todo era alegría y optimismo a bordo de la «Novara», y los dos juntos, Max y ela, habían contando el número de diseños elaborados hasta entonces, y que debían figurar en el Ceremonial: veintidós, veintitrés, veinticuatro: sí, estaban casi todos los que, para cuanta función, concierto, grandes recepciones, tertulias de la Emperatriz, su cumpleaños, etc., etc., serían necesarios. Y cuando bajo el Pico de Orizaba sumergido en las nubes apareció Veracruz, Carlota le escribió a su abuela María Amelia que le fascinaban los trópicos y no soñaba sino con colibríes y mariposas, y me parece, le decía, que es un error llamarle a esto Nuevo Mundo porque sólo le falta el telégrafo y un poco de civilización…”