Llego a la oficina y me preparo un té de anís. Respiro profundo, antes que el mundo empiece a girar y tenga que responder correos, escribir cosas, terminar con los pendientes, leer. ¿Qué pasaría si te llamara? ¿Qué pasaría si lo primero de mi día fuera escribir algo para vos? El té está caliente, como debe ser, y debo esperar un poco para empezar a beberlo con sorbos pequeños y empezar a sentir el dejo dulce de anís en mi boca. Antes me gustaban los dulces de anís y comía uno tras otro. Antes caminaba más, escribía más, creía en más cosas. Otra serie de sorbos de té humeante. ¿Qué me dirías si te digo que quiero besarte? ¿Qué harías si doy un paso al frente y dejo mi nariz muy cerca de tu nariz y respiro despacio y te tomo de la mano? ¿Rechazarías esos dedos fríos de nervios, esos labios que tiemblan de incertidumbre? ¿Me empujarías y te alejarías de mí maldiciendo? La taza calienta mis dedos fríos, el té calienta mi lengua que no tiembla de expectación. Un vago sabor a anís va quedando en el fondo de mi garganta y el mundo empieza a girar. Durante la mañana beberé más té. Por la tarde será un café amargo. El poema que te escribo va con mala letra al cuaderno que no te mostraré. El poema habla de cómo me devolvés las palabras aunque no te das cuenta.